"Esta noche tomaremos una copiosa cena, beberemos los más caros brebajes y gastaremos todo el dinero que tenemos para así procurarnos todo el lujo y divertimento que merecemos. Total, mañana seremos pobres..."

miércoles, 23 de abril de 2014

CEBO

En una desierta calle de una industriosa ciudad caminaba sin rumbo concreto un abatido transeúnte. Vestía de forma descuidada y arrastraba los pies con desánimo, como si cada paso no le condujera a ninguna parte porque no sabía adónde ir. La decadente situación económica y cultural a nivel mundial parecía estar convirtiendo a la población en una especie de zombies humanos: todo el mundo se veía desilusionado, abatido, derrotado. El transeúnte caminaba bajo un sol feroz, impropio de finales de Octubre, pero a pesar de la extrema temperatura, él deambulaba absorto en sus cavilaciones. Pensaba que no tenía trabajo, ni estudios, ni planes de futuro, y el poco dinero que tenía lo malgastaba en tontos caprichos con los que creía ahuyentaría la tristeza. Pero tal cosa no le aportaba más que una felicidad pasajera, igual de efectiva que un anestésico para una herida grave, y con unos efectos que perduraban sustancialmente menos en el tiempo. Pensando como iba en todas sus inquietudes, dirigió su mirada despistadamente al suelo y, como si el cielo hubiera estado oyendo sus plegarias, se topó con un billete cuya cifra tenía un par de ceros. Sin pensárselo dos veces, se abalanzó sobre él como el más fiero de los felinos lo haría sobre su presa. Lo sostuvo frente a sus ojos y por un momento olvidó toda la negatividad que instantes atrás se adueñaba de su mente. Pero enseguida reparó en un punzante dolor en la palma con que lo sujetaba y vio como a través de un minúsculo orificio en el papel del billete surgía un fino hilo de nylon que continuaba hasta el suelo y desaparecía por su derecha. En su mano izquierda tenía un anzuelo, que por su tamaño más bien parecía un garfio, clavado profundamente. De pronto, el hilo se tensó con violencia y el anzuelo que llevaba clavado en su palma trazó una larga herida desde ésta hasta el final del antebrazo. El transeúnte lanzó un alarido por el intenso dolor. Un segundo tirón llegó desde procedencia desconocida y la herida se expandió hasta el hombro del brazo izquierdo. Antes de que el desafortunado transeúnte pudiera proferir quejido alguno, un tercer tirón provocó que el anzuelo se clavase bajo su mandíbula con tanta fuerza que perforó mortalmente su aorta. Mientras era arrastrado, convulsionándose y envuelto en un sanguinolento manto de sangre que no cesaba de manar escandalosamente de sus graves heridas, pensaba con su último aliento lo imprudente que había sido: al hallarse sumido en sus pensamientos pesimistas olvidó lo de aquellos seres antropófagos que aterrorizaban a la población desde que aparecieron de la nada unos días atrás. Debió haber andado con más precaución, pero ahora ya era tarde.