"Esta noche tomaremos una copiosa cena, beberemos los más caros brebajes y gastaremos todo el dinero que tenemos para así procurarnos todo el lujo y divertimento que merecemos. Total, mañana seremos pobres..."

miércoles, 2 de julio de 2014

SOLO LOS DIOSES PODRÁN REMEDIARLO

Tras haberlo meditado durante largo tiempo, ocupando sus pensamientos en cávilas insatisfactorias, Berenice decidió abrirse paso hacia el Olimpo.
Hacía ya demasiados años que se vivía una situación insostenible, primero comenzó a pequeña escala pero pronto llegaron noticias que relataban como el mismo mal que se cebaba con la antaño respetable polis de Berenice se extendía como una infesta plaga por todo el territorio conocido de la tierra. Pronto empezó a circular por el ágora el rumor de que los gobernantes habían vivido por encima de sus posibilidades, pero éstos achacaban precisamente eso mismo al resto de la población, sentenciando claramente que la culpa de todo era del ciudadano promedio que apenas sí tenía para lograr el más básico de los sustentos.
Las noticias no cesaban de llegar del exterior de Grecia y, lejos de ser buenas nuevas, asemejábanse más bien a los tristes lamentos emitidos por in indefenso animal que vive sus últimos momentos por culpa de un cazador que solo ansía de él exhibir su testa sobre su diván
La población comenzaba a inquietarse pues, lo que en principio solo parecía una de esas habladurías que se esparcen para el divertimento de un malvado que, bien por aburrimiento o bien por la persecución de fines más oscuros y difusos, decide iniciar el rumor dándole una sobria credibilidad al emitirlo por vez primera, empezaba poco a poco a adquirir sucios tintes de palpable realidad.
Llegó a tal punto que el conjunto de los habitantes de la polis acordó exigir una explicación a sus gobernantes quienes, hasta ese momento, no solo no se habían pronunciado al respecto sino que negaban categóricamente la existencia de una situación semejante y reían con nervioso gesto como haría una hiena en presencia de un grupo de leones. Ya dijo Platón por boca de un ficticio Sócrates que solo debería gobernar aquel que no tuviese ningún ansia de poder, el filósofo rey, y también vaticinó que incluso a ese noble gobernante habría que destituirlo del cargo a su debido tiempo antes que la corrupción se hiciera presa de su alma puesto que, al fin y al cabo, no dejaría de ser un humano por muy sabio y altruista que aparentase ser en un principio.
Un día, sin previo aviso, la clase política al completo se desvaneció sin dejar rastro. El pueblo acudía a ver a sus gobernantes y solo encontraba réplicas mal talladas, pobres infelices con burdos disfraces, señuelos iletrados que evidenciaban la treta. Según  parecía, los auténticos cargos se habían esfumado a un destino incógnito para no volver, al menos no hasta que la situación volviese a su cauce si es que tal cosa era todavía posible. Tras su precipitada huida podían verse regueros de monedas que habían ido cayendo debido al poco cuidado que algunos de los cargos pusieron a la hora de emprender su camino al exilio: sus bolsas debían rebosar tanto que cedieron las costuras de algunas de ellas y tan solo quedaron como testigo de tan ruin conducta unas tristes monedas lo suficientemente pequeñas como para poder resbalar por el desgarro del tejido.
Las nuevas que llegaron desde el exterior después de ese lamentable acontecimiento convertían a la tierra de los olímpicos en una caricatura de lo que había sido: la gloria de antaño quedó para la mitología y el arte y la cruda realidad se cernió como famélica alimaña aferrando su codiciada presa.
Fue ante tanta desgracia, hambre, muerte y tristeza que Berenice decidió pedir una explicación a los dioses y un buen día emprendió peligroso viaje hacia el monte Olimpo, morada de todos los soberanos del panteón.
El camino se presentó plagado de abruptas dificultades y oscuros peligros para Berenice quien, desoyendo los consejos de todo aquel a su alrededor se encaminó hacia un viaje sin retorno.
Una vez alcanzó las faldas del ciclópeo monte su cuerpo parecía ya no responder a su voluntad y acabó por desfallecer. Debió pasar varias horas tendida hacia el firmamento hasta que un buhonero la encontró. Cuando recobró el conocimiento, oyó de su rescatador el relato de cómo la situación se había recrudecido a lo largo y ancho de todo el territorio conocido. Esto provocó en Berenice tal impacto que sirvió de revigorizante, más mental que físico, y se decidió a reemprender su camino, desoyendo esta vez los consejos del buhonero, quien manifestó cierta preocupación por el estado de salud de la chica.
Dejando todo atrás, Berenice comenzó el ascenso hasta la morada de los dioses. El Olimpo probó ser peor adversario para la valiente chica que el resto del trayecto, el cual, ahora, le pareció un sendero tapizado en algodones en comparación. Cuando la montaña se volvió más escarpada, las manos entumecidas de Berenice apenas ya respondían a su dueña. A mitad de la ascensión, uno de los pies de la valerosa joven dejó de articularse debido a la congelación y provocó la caída desde unos pocos metros de la fatigada chica. No obstante, hizo acopio de energías, sacando de dónde apenas ya quedaba nada y consiguió, sin casi ser ya consciente de lo que hacía, debido a la falta de oxígeno derivada de la altura y del avanzado estado de congelación de sus extremidades, coronar la cima del descomunal monte. Ante ella apareció el palacio, la morada de los olímpicos. Durante la ascensión, mientras rememoraba todos los acontecimientos que propiciaron su decisión de emprender este viaje hacia lo desconocido, dudó en no pocas ocasiones acerca de si existiría verdaderamente este palacio celestial o si al llegar a la cima solamente encontraría un páramo vacío y la consecuente muerte. Pero ahora que lo tenía ante sus ojos no cabía duda, y en el marchito ánimo de Berenice surgió una nueva esperanza que la ayudó a adentrarse en el panteón a pesar de encontrarse en un estado tan precario en el que la muerte podía sobrevenirle en cualquier instante.
Con sus últimas fuerzas empujó las pesadas puertas del palacio del Olimpo y la tenue luz del exterior dejó entrever una gran sala manchada por la oscuridad. Al principio no vio nada pero pudo apreciar lo suficiente como para ver que aquella sala no conducía a ningún lugar, pero cuando la vista de Berenice se acostumbró a la oscuridad, adivinó las inmensas formas de doce gigantescos tronos y al agudizar la vista y reparar incrédula en toda la enorme sala, Berenice cayó de rodillas al suelo y, profiriendo un desgarrador alarido de desesperación, exhaló su último aliento.

La luz del alba se filtró mejor por el gran pórtico del panteón y poco a poco fue descubriendo la dantesca escena: uno a uno fueron quedando expuestos los doce cadáveres de los dioses olímpicos, congelados en su rictus final mucho, mucho tiempo atrás.