El odio que se
profesaban era más que patente.
Aquel día se
cruzaron, como era habitual, uno frente al otro, en un cruce, por no perder la
costumbre, bajo una lumbre que cruza la calle de punta a punta. Sus rostros se
maceraban en contenidos arrebatos de ira, el rechinar de sus dientes desgastaba
sus premolares cual si de equinas dentaduras gaélicas se trataran.
No había un
motivo en particular para el desprecio que recíprocamente se dedicaban,
simplemente se odiaban. Pero lo cierto es que
Mr. Lipinegg era el verdadero despojo humano de entre los contemplativos
contendientes, pues era por todos sabido que era ave de mala calaña, negra
oveja de blanco rebaño, nutria gorda de flaca proveniencia.
Mr. Lipinegg
era de esos fantoches mal avenidos que gustaba de hacer ver que era lo
contrario: fantasmada tras fantasmada trataba de sostener una fachada que sólo
él se creía. Y fingía que creía que los demás creían lo que él creía que los
demás creían que él creía que creía. Creo.
Más no
obstante, en un instante, se ganó la antipatía de la inmensa mayoría de todo el
que allí vivía. Y se lo merecía. Pero de entre todo el que algún día odio le
profesó, no había otro que más le profesara que el respetado Conde
Cockintongue.
Y es por eso
que aquel día, supo que todo llegaba a su fin, que de allí no pasaba, que aquel
cenutrio de aquella se acordaba. Es por tanto que el Conde se sintió en la
responsabilidad de que el acto fuera memorable, de que supusiese un ultraje tal
que ofendiera a Mr. Lipinegg a semejante nivel que aquel no se atreviese a
alzar de nuevo la vista hacia los ojos de su archienemigo el Conde nunca más.
En busca de
las palabras precisas para desacreditar a aquel patán desagradable, Dick
Cockintongue exprimió su cultivado seso rastreando una cita literaria, un referente, las palabras de un sabio, o quizás
un proverbio que sirviese para desacreditar al infame haragán de una vez por
todas.
Pero el tiempo
se agotaba, el batracio se apropaba y
los segundos se escapaban imponiendo el fin de la barrunta y el paso a la
acción del Conde Cockintongue. Tras los últimos instantes y cayendo en la
cuenta de lo que no se había dado cuenta antes, a la altura del cenizo, se bajó
los pantalones, quedó el otro sorprendido, de orgullo henchido se rascó el
Conde los cojones, apretó cual se aprieta a un ser querido, se abrieron paso
entre sus nalgas dos mojones, el otro quedó cual mal herido, se cagó un tanto
en los talones y terminó su empresa complacido.
Estupefacto,
parpadeó tras ver un tracto el aborrecible Lipinegg. Aún con los pantalones
bajados, de gran cantidad de mierda anegado –pantorrillas y talón manchados- aguardaba enfrente
el respetable Conde Cockintongue, con el mismo semblante inmutable y serio que
había mantenido durante toda la demostración de poseer un intelecto superior.
El otro, tan
pronto pudo, pirose del lugar por la
dirección de la que venía. Nunca más molestaría al Conde. Nunca más lo haría.