Tras
haberlo meditado durante largo tiempo, ocupando sus pensamientos en cávilas
insatisfactorias, Berenice decidió abrirse paso hacia el Olimpo.
Hacía
ya demasiados años que se vivía una situación insostenible, primero comenzó a
pequeña escala pero pronto llegaron noticias que relataban como el mismo mal
que se cebaba con la antaño respetable polis de Berenice se extendía como una
infesta plaga por todo el territorio conocido de la tierra. Pronto empezó a
circular por el ágora el rumor de que los gobernantes habían vivido por encima
de sus posibilidades, pero éstos achacaban precisamente eso mismo al resto de
la población, sentenciando claramente que la culpa de todo era del ciudadano
promedio que apenas sí tenía para lograr el más básico de los sustentos.
Las
noticias no cesaban de llegar del exterior de Grecia y, lejos de ser buenas
nuevas, asemejábanse más bien a los tristes lamentos emitidos por in indefenso
animal que vive sus últimos momentos por culpa de un cazador que solo ansía de
él exhibir su testa sobre su diván
La
población comenzaba a inquietarse pues, lo que en principio solo parecía una de
esas habladurías que se esparcen para el divertimento de un malvado que, bien
por aburrimiento o bien por la persecución de fines más oscuros y difusos,
decide iniciar el rumor dándole una sobria credibilidad al emitirlo por vez
primera, empezaba poco a poco a adquirir sucios tintes de palpable realidad.
Llegó
a tal punto que el conjunto de los habitantes de la polis acordó exigir una
explicación a sus gobernantes quienes, hasta ese momento, no solo no se habían
pronunciado al respecto sino que negaban categóricamente la existencia de una
situación semejante y reían con nervioso gesto como haría una hiena en
presencia de un grupo de leones. Ya dijo Platón por boca de un ficticio
Sócrates que solo debería gobernar aquel que no tuviese ningún ansia de poder,
el filósofo rey, y también vaticinó que incluso a ese noble gobernante habría
que destituirlo del cargo a su debido tiempo antes que la corrupción se hiciera
presa de su alma puesto que, al fin y al cabo, no dejaría de ser un humano por
muy sabio y altruista que aparentase ser en un principio.
Un
día, sin previo aviso, la clase política al completo se desvaneció sin dejar
rastro. El pueblo acudía a ver a sus gobernantes y solo encontraba réplicas mal
talladas, pobres infelices con burdos disfraces, señuelos iletrados que
evidenciaban la treta. Según parecía,
los auténticos cargos se habían esfumado a un destino incógnito para no volver,
al menos no hasta que la situación volviese a su cauce si es que tal cosa era
todavía posible. Tras su precipitada huida podían verse regueros de monedas que
habían ido cayendo debido al poco cuidado que algunos de los cargos pusieron a
la hora de emprender su camino al exilio: sus bolsas debían rebosar tanto que
cedieron las costuras de algunas de ellas y tan solo quedaron como testigo de
tan ruin conducta unas tristes monedas lo suficientemente pequeñas como para
poder resbalar por el desgarro del tejido.
Las
nuevas que llegaron desde el exterior después de ese lamentable acontecimiento
convertían a la tierra de los olímpicos en una caricatura de lo que había sido:
la gloria de antaño quedó para la mitología y el arte y la cruda realidad se
cernió como famélica alimaña aferrando su codiciada presa.
Fue
ante tanta desgracia, hambre, muerte y tristeza que Berenice decidió pedir una
explicación a los dioses y un buen día emprendió peligroso viaje hacia el monte
Olimpo, morada de todos los soberanos del panteón.
El
camino se presentó plagado de abruptas dificultades y oscuros peligros para
Berenice quien, desoyendo los consejos de todo aquel a su alrededor se encaminó
hacia un viaje sin retorno.
Una
vez alcanzó las faldas del ciclópeo monte su cuerpo parecía ya no responder a
su voluntad y acabó por desfallecer. Debió pasar varias horas tendida hacia el
firmamento hasta que un buhonero la encontró. Cuando recobró el conocimiento,
oyó de su rescatador el relato de cómo la situación se había recrudecido a lo
largo y ancho de todo el territorio conocido. Esto provocó en Berenice tal
impacto que sirvió de revigorizante, más mental que físico, y se decidió a
reemprender su camino, desoyendo esta vez los consejos del buhonero, quien
manifestó cierta preocupación por el estado de salud de la chica.
Dejando
todo atrás, Berenice comenzó el ascenso hasta la morada de los dioses. El
Olimpo probó ser peor adversario para la valiente chica que el resto del
trayecto, el cual, ahora, le pareció un sendero tapizado en algodones en
comparación. Cuando la montaña se volvió más escarpada, las manos entumecidas
de Berenice apenas ya respondían a su dueña. A mitad de la ascensión, uno de
los pies de la valerosa joven dejó de articularse debido a la congelación y
provocó la caída desde unos pocos metros de la fatigada chica. No obstante,
hizo acopio de energías, sacando de dónde apenas ya quedaba nada y consiguió,
sin casi ser ya consciente de lo que hacía, debido a la falta de oxígeno
derivada de la altura y del avanzado estado de congelación de sus extremidades,
coronar la cima del descomunal monte. Ante ella apareció el palacio, la morada
de los olímpicos. Durante la ascensión, mientras rememoraba todos los
acontecimientos que propiciaron su decisión de emprender este viaje hacia lo
desconocido, dudó en no pocas ocasiones acerca de si existiría verdaderamente este
palacio celestial o si al llegar a la cima solamente encontraría un páramo
vacío y la consecuente muerte. Pero ahora que lo tenía ante sus ojos no cabía
duda, y en el marchito ánimo de Berenice surgió una nueva esperanza que la
ayudó a adentrarse en el panteón a pesar de encontrarse en un estado tan
precario en el que la muerte podía sobrevenirle en cualquier instante.
Con
sus últimas fuerzas empujó las pesadas puertas del palacio del Olimpo y la
tenue luz del exterior dejó entrever una gran sala manchada por la oscuridad.
Al principio no vio nada pero pudo apreciar lo suficiente como para ver que
aquella sala no conducía a ningún lugar, pero cuando la vista de Berenice se
acostumbró a la oscuridad, adivinó las inmensas formas de doce gigantescos
tronos y al agudizar la vista y reparar incrédula en toda la enorme sala,
Berenice cayó de rodillas al suelo y, profiriendo un desgarrador alarido de
desesperación, exhaló su último aliento.
La
luz del alba se filtró mejor por el gran pórtico del panteón y poco a poco fue
descubriendo la dantesca escena: uno a uno fueron quedando expuestos los doce
cadáveres de los dioses olímpicos, congelados en su rictus final mucho, mucho
tiempo atrás.