El mundo era perfecto: el blanco era blanco y el negro
era negro, el azul, azul y el rojo, rojo. La luz era cegadoramente blanca y la
oscuridad inescrutablemente oscura. Todo era lógico: el bueno era bueno, el
malo era malo.
Un día se dio cuenta de que el mundo había cambiado.
Pensó que era raro porque lo encontraba muy distinto de cómo lo había percibido
hasta el momento y, sin embargo, no había sido consciente de cuándo se había
producido el cambio.
Ahora el blanco estaba sucio y el negro clareaba, el
azul se tornaba púrpura y el rojo granate. La luz parecía brillar con menos
intensidad y se podían ver los detestables secretos de la oscuridad, ahora expuestos
parcialmente. La lógica quedaba relegada a un segundo plano: el bueno no era
tan bueno y el malo no era tan malo.
Se preguntó cuánto tiempo llevaba esto sucediendo y
cómo podía no haberse dado cuenta antes. ¿Dónde había estado? ¿Cómo podía
haberle pasado inadvertido? Preguntó a la gente acerca de ello y como respuesta
obtuvo miradas de repugnancia, indiferencia, lástima y mofa. Más estupefacto
todavía por las respuestas obtenidas consideró ahora cuánto tiempo hacía que la
gente se había vuelto tan apática. Entonces pensó que quizás había mirado al
mundo equivocadamente y que todo estaba siendo fruto de una mala pasada que le
estaba jugando su cognición derivada de un desatino a la hora de poner su vista
sobre las cosas. Definitivamente debía haber mirado con poco cuidado. Así que
volvió a mirar. Y lo que vio ahora hizo que su corazón olvidase su latido por
unos instantes. No podía ser cierto.
Pasaron los días y lo que era antes impecablemente blanco
era ahora enfermizamente negro, el azul y el rojo habían cambiado de posición y
hacían que todo fuera confuso. En la luz solo había sombra y en la sombra una
detestable luz que dañaba las retinas y ocultaba a plena vista, con su destello,
las miserias antes escondidas en las tinieblas. El mundo era ahora
completamente ilógico: el bueno era en realidad un infame malvado y el malvado
solo era un soñador corrompido que había perdido el norte.
Habiendo visto todo esto, trató de hacérselo ver
también a los demás, pero todos le tomaron por loco o por idiota y se burlaron
o compadecieron de él. Trató de hablar con varias personas, pero se dio cuenta de que las personas se habían animalizado y vio más humanidad en los perros
callejeros que en la mayoría de los de su especie. Desfallecido, decidió dejar
de hablar: ya que nadie le escuchaba era mejor ahorrar fuerzas. Pasó de vivir a
sobrevivir, mirando transcurrir el tiempo, observando el camino que trazaba su
sombra desde el amanecer hasta el crepúsculo. La gente lo tachó de loco, pero
él sabía amargamente que los locos eran ellos, así todo encajaba en esta
irónica nueva versión de la realidad.
Un día, de entre la cegadora oscuridad apareció con
sombría luz un niño. El infante corría con una amplia sonrisa dibujada en sus
facciones traviesas. Al llegar al punto donde él se encontraba sentado, se
detuvo el niño al ver sus desaliñadas vestiduras y su precario aspecto y, tras
haberlo examinado, se acercó muy decidido y le cogió la cara con sus dos
pequeñas manos. Al levantar la vista vio la cara del niño, con su cabeza
ligeramente ladeada y su amplia sonrisa buscando la simpatía del desarrapado
personaje. Era la primera muestra de afecto que había tenido en mucho tiempo y
al ver al niño sintió una sensación que hacía muchos años que no sentía y
recordó su percepción del mundo cuando era niño. Todo cobraba sentido ahora.
Ahora negro y blanco se fundían en gris, azul y rojo
desaparecían a merced de un tono violeta, la luz rebajaba su brillo a una intensidad
más cómoda y la oscuridad dejaba paso a una luz conveniente. La lógica se
perdía ahora a veces, pero no había ni buenos ni malos, solo había personas más
o menos acertadas.